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Hoy, más de 3.000 millones de personas, más de la mitad de la humanidad, estamos confinados en nuestros hogares por el coronavirus. El coronavirus protagoniza una pandemia que está batiendo todo tipo de records sanitarios, biológicos, económicos y, sobre todo, sociales y emocionales. (…) En apenas dos meses se han suspendido más del 90% de los vuelos comerciales, por debajo de los niveles anteriores a la segunda guerra mundial. Se llega a casi el 100% en países como España e Italia donde su producto interior bruto caerá este año en más de un 12% por efecto directo del virus.

Bajo la monotonía de estos días terribles de confinamiento e incertidumbre alimentamos el deseo de que todo termine. Y terminará. Y tendremos delante la lista de buenos propósitos que nos hacemos en estos días, de vivir mejor la vida, de no dar importancia a lo que no la tiene, de no caer en los errores que nos trajeron aquí… Corremos el grave riesgo de olvidarlo todo tan pronto abramos las puertas de nuestras casas por fin… Pero como decimos cada 31 de diciembre, (…) dejémoslo, por lo menos, anotado en un papel en la puerta de la nevera …

El coronavirus ha afectado, hasta el momento, a 189 países, con un aumento rápido y exponencial de los casos de enfermedad grave y muerte: más de 700.000 casos ya han sido confirmados y los infectados reales se estiman en muchos millones. Se tiene constancia de más de 30.000 fallecidos. Estas cifras, aún preliminares y muy conservadoras, crecerán rápidamente en los meses de abril y mayo del 2020.

La pandemia del Coronavirus comenzó oficialmente el 1 de diciembre de 2019, de donde toma el nombre de COVID-19, literalmente en inglés, la enfermedad de coronavirus que comenzó en 2019. Su origen está en la ciudad de Wuhan, en la China central, a partir de un grupo de personas vinculados al mercado mayorista de mariscos del sur de China que desarrollaron neumonía. El coronavirus saltó al ser humano, en algún momento anterior a esa fecha, de animales que actuaban como reservorios naturales en lo que se conoce como una zoonosis, una infección de origen animal.

El virus ha puesto en jaque todos los sistemas sanitarios nacionales e internacionales, que colapsaron en pocas semanas, y desafía a los científicos que buscan con urgencia vacunas y fármacos que puedan contener la pandemia in extremis y revertir la infección global.

Pero no hay sistema sanitario de ningún país, no hay cuerpo de seguridad de ningún estado capaz de protegernos en la escala y con la fiabilidad con la que lo hace la naturaleza. Las Naciones Unidas y la Organización Mundial de la salud indicaron hace tiempo lo que ahora estamos sufriendo: no estamos preparados para una gran pandemia. Y lo dijo y lo dice a la vez que anuncia que cada vez habrá más.

El efecto protector de la naturaleza ante patógenos e infecciones se conoce desde antiguo y hace ya varias décadas que los científicos lo han demostrado. En las zoonosis hay normalmente varias especies implicadas, con lo que cambios en la diversidad de animales y plantas afectan a las posibilidades de que el patógeno entre en contacto con el ser humano y lo infecte. El efecto protector de la biodiversidad por dilución fue planteado por Keesing y colaboradores hace quince años, en un importante artículo en la revista Nature. Este efecto protector por dilución de la carga vírica fue demostrado unos años más tarde por Johnson y Thieltges. El efecto protector por amortiguamiento de la biodiversidad se demostró para el caso del virus del Nilo y la diversidad de aves por Ezenwa y colaboradores en el año 2006.

El papel protector de la biodiversidad se ha visto igualmente en el caso del virus del Hanta, transmitido por ratones y que periódicamente genera brotes muy peligrosos en el Sur de América. También se ha visto en el caso de la enfermedad de Lyme, donde la extinción local de zarigüeyas y la expansión de ratones genera brotes importantes, especialmente en la coste Este de América del Norte.

En la última década se está estudiando el efecto protector de una naturaleza sana en multitud de zoonosis como la gripe aviar, la fiebre hemorrágica de Crimea-Congo, el virus del Ébola, la enfermedad de Marburgo, la fiebre de Lassa, el síndrome respiratorio agudo grave, el virus de Nipah, la fiebre del Valle del Rift, el virus de Zika y muchas más.

Estamos llevando a la vida a su sexta gran extinción, amenazando el futuro de un millón de especies, a un ritmo mil veces mayor que la tasa de extinción natural. Estamos empobreciendo y simplificando los ecosistemas, dejando solo las especies que nos interesan o incluso poniendo o, mejor, imponiendo, a aquellas que nos interesan. Bosques simplificados que se vuelven muy sensibles a cambios y perturbaciones ambientales. Bosques que no amortiguan los extremos de calor y frío. Bosques que no cumplen bien sus funciones ecológicas. Y, ahora nos volvemos a dar cuenta, bosques que apenas nos protegen de las zoonosis.

Los murciélagos, uno de los sospechosos de contener y haber iniciado el coronavirus, han sufrido una larga historia evolutiva de coexistencia con distintos virus empezando por la rabia y siguiendo por el Ebola. Fruto de esta larga coevolución, son inmunes a mas de 60 tipos de virus que son, sin embargo, muy peligrosos para nosotros. La coevolución murciélago-virus ha generado adaptaciones en este último también. Por ejemplo, se han adaptado a la elevada temperatura corporal de los murciélagos activos, que ronda los 40ºC. Esto explica que nuestra fiebre es inocua para los virus que infectan nuestro cuerpo.

Demonizar a animales portadores de virus como los murciélagos es contraproducente ya que muchos tienen un importante papel regulador en la naturaleza. Los murciélagos juegan una labor fundamental en el control de vectores de otras epidemias graves como la malaria. De hecho, se emplean en muchas campañas de control biológico de plagas molestas o peligrosas como los mosquitos.

La evidencia de que el murciélago es el causante de la zoonosis actual es en realidad dudosa y parece que otras especies han actuado como reservorios y como causantes del paso del virus al ser humano. Se ha visto que hacen falta hospedadores intermedios, ya sea otra especie salvaje, como ocurrió en el brote de SARS de 2002 con las civetas, o una especie doméstica, como ocurrió con el brote de virus Nipah a finales de los 90 con los cerdos.

Además, la ciencia pone ahora los ojos otra vez en el pangolín. Al principio de la infección se mencionó al pangolín, pero los que se comprobaron en diciembre contenían virus menos relacionados con el coronoavirus que los que se encuentran habitualmente en murciélagos y el pangolín fue descartado. Meses después, unos pangolines malayos (Manis javanica) requisados en un mercado ilegal del sur de China, contenían virus extremadamente similares al SARS-COV-2 causante de la pandemia actual, tal como explican Tsan-Yuk Lam y colaboradores en un reciente artículo en Nature.

Es importante no limitarse a la biodiversidad a la hora de entender la función protectora de la naturaleza. Una naturaleza compleja, rica en especies, pero también en procesos ecológicos, mantiene un alto nivel de funcionalidad y amortigua extremos climáticos, contrarresta la polución y frena el avance de muchas enfermedades. Ahora sabemos, por ejemplo, que el polvo del desierto, ese polvo que aumenta día a día con un clima más árido y con la destrucción de la cubierta vegetal, actúa de auténtica autopista para los virus, que pueden viajar así a muy largas distancias. De igual manera opera la contaminación atmosférica. Las partículas contaminantes sirven de apoyo físico para el virus y facilitan su permanencia en la atmosfera y sus viajes lejanos. Ambos factores, el polvo y la contaminación, afectan al sistema respiratorio humano, facilitando la entrada del coronavirus en nuestro organismo y su proliferación hasta generar la temida neumonía.

A pesar de todo el esfuerzo del sistema sanitario internacional y de cada país, estamos ante un gran fracaso. El éxito nunca será vencer a la enfermedad, una enfermedad que siempre se cobrará muertos y dolor. El éxito es que no llegue a producirse. Cuando la pandemia se ha producido ya hay un coste económico, de bienestar y, sobre todo, de vidas humanas que es injustificable. Cuando esta pandemia pase, debemos recordar que la única prevención posible, la única forma de amortiguar las infecciones y que no lleguen a globalizarse y volverse letales es rodearnos de ecosistemas saludables, funcionales y ricos en especies. (…) Debemos repensar nuestra relación con la naturaleza y esto nos lleva ineludiblemente a cuestionar nuestro mismísimo sistema socioeconómico.

Quienes vivimos en naciones ricas hemos llegado a creer que habíamos trascendido al mundo material, que la riqueza y la tecnología nos protegían de todo. Irónicamente, la riqueza y la tecnología nos aislaron de la realidad. Nos hicieron más vulnerables que nunca. Vivir de espaldas a la naturaleza es, sencillamente, insostenible. No es viable.

El sistema social y económico que impera en la actualidad se basa en la desigualdad social. Millones de personas viven en niveles de pobreza extrema, mientras el 1% de los ricos del mundo tienen tanta riqueza como el 99% de la humanidad. O expresado de otra manera, las 62 personas más ricas reúnen el mismo dinero que la mitad de la población humana. Esta fuerte desigualdad amplifica la degradación ambiental.

La riqueza permite sobrexplotar recursos y destruir ecosistemas enteros. La pobreza extrema promueve el consumo y comercio de animales salvajes que son reservorios naturales de muchos virus. La pobreza extrema y las desigualdades amplifican el impacto de las pandemias. Y lo hacen de una forma en la que nadie queda al margen, nadie puede librarse o no verse afectado, aunque tenga muchos recursos económicos. De aquí surge otra novedad de esta pandemia. Y de aquí surge uno de los nuevos miedos de esta pandemia. La pandemia asola las regiones más pobres, pero la carga vírica llega a hacerse tan grande que escapa de estas regiones. El contagio a miles de kilómetros del foco inicial es inevitable en un mundo globalizado. Los países ensayan distintas medidas de aislamiento, pero son pequeños parches, pequeños mecanismos de contención, de lo que es casi imparable.

Por tanto, si a la desigualdad añadimos la globalización ya tenemos la pandemia perfecta. La globalización tiene como resultado directo una movilidad rápida y a larga distancia del ser humano… pero también de toda una serie de comensales asociados al ser humano. Las especies exóticas que el ser humano moviliza con rapidez de una punta a otra del globo, muchas de ellas transportadas involuntariamente en el equipaje, en los zapatos, en la ropa o en el pelo… Muchas de estas especies se hacen invasoras … y por supuesto, la globalización trae consigo la rápida expansión de infecciones y patógenos en plantas, animales y, como estamos viendo, en humanos.

De esta manera llegamos a … ¡la ecuación del desastre! Una simple ecuación en la que la magnitud del desastre resulta de estas tres variables clave. La suma de la desigualdad social y la destrucción ambiental es a su vez multiplicada por la globalización. Hay que reflexionar sobre los ingredientes de este desastre para no seguir sufriéndolo.

El gran problema actual de la humanidad es que los seres humanos nos concebimos como algo diferente y separado de eso que llamamos medio ambiente, naturaleza o biosfera. Por ello, la mayor parte de las personas piensan que las medidas ambientales son cosas que hay que hacer por el bien del planeta o el de unas pocas especies que nos agradan o a las que necesitamos especialmente. Y por supuesto, estas medidas ambientales sólo las aceptamos cuando no implican mucho esfuerzo, mucho gasto, mucha pérdida de comodidad. Somos inmensamente ciegos a la hora de ver que todo lo que hacemos al resto de la biosfera se lo hacemos a nuestra salud, a nuestra economía, a nuestra sociedad.

¿Somos tan ciegos que no vemos El elefante en la habitación? … ¿Es que nadie lo ve? ¿o acaso sólo nos acordamos de él cuando nos vemos en dificultades extremas? ¿Cómo podemos pensar que destruir los ecosistemas y sobrexplotar los recursos no va a tener consecuencias profundas en nuestras vidas? ¿Qué tiene que ocurrir para abrirnos los ojos, para que relacionemos las noticias con los procesos físicos y biológicos que las explican? La pandemia del coronavirus, como el 70% de las enfermedades emergentes de los últimos 40 años, la hemos provocado directa o indirectamente nosotros mismos. La culpa no es de murciélagos o pangolines, sino de nuestros nuevos hábitos globales en medio de una naturaleza que ya está simplificada y empobrecida, y que no cumple muchas de las funciones. Que no cumple con nuestra protección, ahora que tanto la necesitamos.

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Fenando Valladares

Aprender y enseñar forman un círculo virtuoso del que obtengo energía y motivación para los proyectos más ambiciosos y disparatados.

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