Ciencia Crítica pretende ser una plataforma para revisar y analizar la Ciencia, su propio funcionamiento, las circunstancias que la hacen posible, la interfaz con la sociedad y los temas históricos o actuales que le plantean desafíos. Escribimos aquí Fernando Valladares, Raquel Pérez Gómez, Joaquín Hortal, Adrián Escudero, Miguel Ángel Rodríguez-Gironés, Luis Santamaría, y Silvia Pérez Espona
«Lo principal que aprendí sobre la teoría de la conspiración es que los teóricos de la conspiración creen en una conspiración porque es más reconfortante. La verdad del mundo es que, en realidad, es caótico. La cuestión no son los Illuminati, ni la conspiración bancaria judía, ni la teoría del alienígena gris. La verdad es mucho más aterradora: nadie tiene el control. El mundo no tiene timón.»
Alan Moore (The mindscape, 2003)
Las teorías de la conspiración, o relatos conspirativos, funcionan como una bola de nieve desinformativa, surgen en algún lugar del mundo y van adquiriendo detalle y profundidad, aunque sea a base de pura invención. Se propagan como una epidemia por los medios de comunicación y las redes sociales, catalizada por personajes mediáticos e influyentes. Con ellas, un océano de desinformación se expande por la sociedad y es fácil caer presa de sus encantos. Dada su creciente relevancia, cada vez más trabajos científicos abordan la dinámica de creación y diseminación de estas teorías. Varios de ellos se han recopilado en este reciente artículo de Ball y Maxmen, en el que se trata con detalle y rigor científico el fenómeno de la conspiranoia surgida a raíz de la pandemia de SARS-CoV-2.
La conspiranoia del ‘coronavirus’ es un caso perfecto de estudio sobre cómo ocurren estos procesos en todo el mundo, simultáneamente y azuzados por las redes sociales. La falta de filtros de veracidad en Internet favorece que cualquier contenido, por alocado que sea, pueda difundirse con facilidad. El confinamiento ha sido especialmente propicio para el auge de este tipo de fenómenos: la pandemia nos ha tenido encerrados en casa, con acceso a una cantidad ingente de información, y cada ciudadano ha ido eligiendo la que mejor encajaba con sus propias creencias y orientaciones políticas. Es lo que la OMS ha calificado de ‘infodemia‘: una superabundancia de información que camufla la información dudosa entre la solvente y que hace difícil distinguir la que es fiable de la que no lo es, contribuyendo a crear confusión en la ciudadanía. Algo así como una «peste informativa».
Cabe distinguir entre la ‘mala información’, aquella que no es veraz pero que no pretende confundir deliberadamente, de la ‘desinformación’, que implica mentiras organizadas con intención de engañar al receptor. Las informaciones no fiables o deliberadamente falsas son especialmente graves en mitad de una grave crisis sanitaria, ya que puede marcar la diferencia entre la vida y la muerte. Pueden conducir, por ejemplo, al uso de medicamentos ineficaces o al rechazo de medidas profilácticas esenciales (como el uso de la mascarilla o una eventual vacuna), poniendo en riesgo al resto de la población.
La ausencia de filtros
Los investigadores citados por Ball y Maxmen han llegado a la conclusión de que uno de los factores que más favorece la expansión de informaciones infundadas en nuestro tiempo es la falta de barreras a la información. La libertad y facilidad actuales que ofrecen las redes sociales en Internet para la difusión de contenidos marcan la diferencia con tiempos pasados. Aunque tienen consecuencias muy deseables, como la eliminación de controles interesados y de la censura, también permite que los generadores de rumores, que antiguamente estaban aislados en sus comunidades, tengan acceso sencillo, rápido e ilimitado a otras personas con pensamientos afines en cualquier parte del mundo. Esto explica, por ejemplo, el increíble surgimiento del movimiento terraplanista, que desafía la teoría copernicana vigente desde el siglo XVI.
Figura 1. Dos interpretaciones de una serie de datos que muestran una correlación entre dos variables o dos factores o procesos: arriba la que la ciencia (estadística) considera más cercana a la realidad y abajo la que ilustra una teoría conspiranoica.
Como ilustra la Figura 1, los movimientos negacionistas y conspiranoicos se basan a menudo en la selección de hechos anecdóticos y en la exageración de su importancia para presentarlos como generalidades (en inglés se denomina ‘cherry picking’, escoger sólo lo que te viene bien), encadenando además informaciones de campos que no están relacionados entre sí para montar complejos relatos, mal denominados ‘teorías’’ No obstante, y pese al ruido, este tipo de movimientos son marginales en la sociedad. Los movimientos conspiranoicos han existido siempre. Frente a estas «teorías» de la conspiración, el método científico no sólo permite observar y describir el mundo e identificar los procesos que causan los patrones observados, sino también aislar las explicaciones anómalas y someterlas a cuestionamiento.
Incertidumbre en tiempos de crisis
La incertidumbre, inherente a un fenómeno complejo como la aparición y expansión del SARS-CoV-2 y que fue notoria sobre todo al principio de la pandemia, dejó espacio y dio alas a fuentes de información poco fiables. Entre estas fuentes se encontraron, por desgracia, algunos académicos y ‘especialistas’ cuya experiencia tangencial en epidemiología o virología no avalaba la rotundidad de sus afirmaciones. Sus opiniones fomentaron enormemente la explosión posterior de bulos, falsas noticias y desinformación en general. Estas opiniones además de generar laxitud y desconfianza en los expertos, facilitaron la interpretación sesgada de pequeñas porciones de evidencia disponible (de nuevo, el ‘cherry picking’). No hay que olvidar que, según Scott Brennen, investigador del Oxford Internet Institute, hasta un 60% de las informaciones falsas se caracterizan por contener un fragmento de información real. Eso sí, información real aderezada y convenientemente «reinterpretada» y descontextualizada, para que el gran público la asimile de un modo particular, alejado de la evidencia científica o de la lógica convencional.
La escasa información inicial y la generación progresiva y gradual de conocimiento durante el desarrollo de la COVID-19, con piezas de conocimiento a veces contradictorias, dificultó aún más las cosas. Parte de la ciudadanía no encaja bien las dudas de los científicos, los reajustes en las normativas y protocolos, y menos aún los cambios de opinión de los responsables públicos. A muchos ciudadanos, la evidencia empírica y conceptual compleja y cambiante les inspira poca confianza, y prefieren buscar certezas en explicaciones alternativas tajantes y absolutas.
Es cierto que las estrategias de comunicación sobre la COVID-19 en España, tanto de los gobiernos central como autonómicos, han sido francamente mejorables. Las autoridades podrían haber sido más claras explicando la evidencia o la falta de evidencia en la que se basaban sus recomendaciones. Pero también debemos reconocer que, enfrentados a esta evidencia a veces cambiante, los ciudadanos pueden optar por tres comportamientos muy diferentes. Muchos buscan con determinación información fiable, una información que sí está o sí que acaba estando disponible. Otros, saturados de información, deciden abstraerse del problema, alejarse de los medios de comunicación, y se aíslan del día a día de la pandemia. Y otros se internan en el pozo sin fondo de las informaciones infundadas, un río revuelto que ha alimentado el auge de curanderos, remedios milagrosos y explicaciones histriónicas de todo tipo. Todas las reacciones son entendibles y muy humanas, y todas han tenido efectos muy importantes sobre el nivel de información de la sociedad. En el tercer caso, además, han puesto en peligro la salud de todos.
La influencia de políticos y autoridades
Las campañas de desinformación no han sido, además, neutrales ni desinteresadas. Como afirma una investigación del propio Parlamento Europeo, al propagarse a Europa y América el virus, se iniciaron una serie de campañas informativas paralelas procedentes de sectores políticos y gubernamentales tanto de China como de Rusia. El objetivo principal era desestabilizar y hacer dudar a los ciudadanos de sus gobiernos y sus sistemas públicos de salud. El propio Presidente de los EE.UU. Donald Trump contribuyó a esas campañas, protagonizando infinitud de comunicaciones de información falsa a través de medios oficiales y redes sociales, en las que acusaba al gobierno chino (que, a su vez, contraatacaba) de iniciar nada menos que una ofensiva biológica sobre la población mundial, afirmando que el virus se había creado en un laboratorio; algo que ha sido desmentido varias veces por la mejor ciencia disponible. Además, para ocultar su desastrosa gestión de la crisis, el presidente Trump insistió (ante el asombro de las autoridades médicas estadounidenses) en recomendar tratamientos de eficacia no probada, o directamente disparatados o nocivos para la salud. Recordemos que las recomendaciones del presidente causaron numerosas intoxicaciones por lejía en el mes de abril o el agotamiento de la hidroxicloroquina, pese a que los ensayos clínicos estaban confirmando su falta de efectividad en el tratamiento y prevención de la COVID-19, e incluso efectos secundarios graves en muchos pacientes. Por si esto no fuera ya delirante, ahora Trump apoya la entrada al Congreso del movimiento conspiranoico QAnon, catalogado por el FBI como una amenaza de terrorismo doméstico.
Como es lógico, todo este ruido mediático no contribuye en absoluto a calmar unas aguas ya de por sí agitadas, e inducen a un sector de la población a creer en bulos de distinta índole. Paul Hunter, profesor en medicina de la Norwich Medical School, que estudió los fenómenos de ‘infodemia’ en las crisis sanitarias a raíz de la explosión de ébola en África de 2015 encontró que, como cabía esperar, la gente más propensa a creer fake news es también aquella más dada a no tomar medidas para proteger su propia salud o a tomar las medidas equivocadas (ver vídeo aquí).
Aplanar la curva de la ‘infodemia’
Ball y Maxmen plantean que una ‘infodemia’ como la del coronavirus no puede superarse por completo, ya que es inviable hacer desaparecer todos los contenidos falsos de las redes. Pero se plantean las formas de «aplanar la curva» de la desinformación, de forma que esta no se pueda expandir tan rápidamente ni llegar tan lejos.
Algunas plataformas de comunicación comenzaron ya en primavera a participar en la lucha contra la difusión de falsa noticias (fake news) en redes sociales. Compañías tan importantes como Youtube, Facebook, Google y Twitter están contribuyendo a combatir el fraude y la información falsa sobre la pandemia de SARS-CoV-2, prohibiendo por ejemplo la publicidad de falsos remedios y curas milagrosas. Una contribución clave para lograrlo es la Red Internacional de Verificación (la International Fact-Checking Network, IFCN), creada en enero de 2020 con el objetivo de promover la veracidad y la transparencia en la información y los contenidos en internet. Una red que reúne a buenos especialistas sanitarios y reputados científicos para detectar la información dudosa. La asociación sin ánimo de lucro Maldita.es está realizando una tarea ímproba en desmontar bulos, falsedades y teorías conspiranoicas. En relación a la COVID-19 ya ha desmontado con ayuda de centenares de expertos y profesionales más de 750 bulos y mentiras, y desacredita el enésimo intento de hacer creer que el coronavirus SARS-CoV-2 fue sintetizado en el laboratorio, intento liderado en esta ocasión no por el presidente Trump ni por oscuras asociaciones o fundaciones sino por una viróloga china.
Pese a todos estos esfuerzos de miles de expertos trabajando en verificaciones y desmentidos, la ‘infodemia’ genera información y contra-información de forma tan masiva que el público no tiene capacidad de evaluarla críticamente. Mientras que la caza de contenido falso en las redes está limitada por el conocimiento y el esfuerzo que dicha verificación requiere, la generación de bulos tan solo requiere imaginación y ganas de hacer daño, por lo que estos contenidos ganan con frecuencia esta absurda carrera, y se replican y se extienden por las redes sociales e internet con suma facilidad.
Joan Donovan, socióloga de la Harvard University especialista en el seguimiento de estos fenómenos, sugiere que acabar con las fake news requiere hacer un trabajo exhaustivo de rastreo y aislamiento análogo al que se hace con los patógenos en una epidemia sanitaria, para evitar que ciertos contenidos se repliquen una y otra vez en distintos puntos de la red. Por otro lado, para Julii Brainnard, estadística especialista en epidemiología y salud pública, la manera de neutralizar la mala información es inundar el sistema de información veraz. Según sus modelos de simulación, un 60% de información veraz sería suficiente para neutralizar en la población los efectos de un 40% de fake news. Además, afirma que hay ciertas personas, que cataloga de «inmunes a la infodemia»; un 20-25% de estos en la población también serían suficiente freno para la expansión de la desinformación. Se trata de personas que, por poseer una adecuada formación y una actitud crítica, someten a escrutinio y verificación la información que reciben antes de divulgarla, y replican corrigiéndola si la consideran incorrecta. De aquí la enorme importancia de la educación científica: una educación centrada en entender los procesos de generación de conocimiento, y no meramente en el contenido del conocimiento acumulado hasta ahora. En términos de una pandemia como la que sufrimos actualmente, la actuación de estas personas es vital para incrementar la difusión de información veraz y filtrar los bulos, algo que se traduce directamente en salvar vidas.
Muchos de los bulos y noticias falsas que encontramos en los medios claman contra la fiabilidad de las autoridades, a las que a menudo acusan de mentir y manipular la realidad. Incluso ponen en duda la honestidad y los intereses de los médicos, epidemiólogos e investigadores que están trabajando sin descanso para controlar y curar la pandemia. Por eso, es imprescindible que tanto los informadores como los ciudadanos con capacidad crítica se impliquen personalmente en divulgar información solvente y contrastada, aclarar conceptos básicos para evitar confusiones, y realizar la imprescindible labor de verificación de la información que se distribuye en los medios y redes sociales. Sólo así, entre todos, seremos capaces de aplanar la curva de la ‘infodemia’.
*La cita del comienzo es una traducción de los autores de este artículo del siguiente texto original de Moore: «The main thing that I learned about conspiracy theory, is that conspiracy theorists believe in a conspiracy because that is more comforting. The truth of the world is that it is actually chaotic. The truth is that it is not The Illuminati, or The Jewish Banking Conspiracy, or the Gray Alien Theory. The truth is far more frightening – Nobody is in control. The world is rudderless»
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